[...]La noche aprieta fría la sangre contra el corazón y empalidece los rostros entre sombras. Caminantes nocturnos se mecen en el vaivén de las conversaciones furtivas, dichas a susurros...
Las luces estridentes del teatro ya quedaron atrás. El humo de un cigarro juguetea sobre el hombro de un esmoquin apostado bajo una farola, atentamente vigila la sombra que acaba de salir del teatro y que camina; la sigue con la mirada durante un par de manzanas adivinando a dónde se dirige, pero el tiempo ha pasado demasiado deprisa, ya no importa a dónde vaya, un vehículo de asistencia médica acaba de llegar, es el momento de irse.
Entre luces parecidas a las de un club de carretera de mala muerte, se abren las puertas principales del teatro entregando a la frígida noche, el cuerpo apagado de un hombre de mediana edad, bien vestido, de aspecto desagradable y con gesto de horror. Supongo que cuando uno se ve irremediablemente abocado al abismo, cuando uno sabe que el tiempo que le queda probablemente se puede contar, ya que, él mismo de alguna manera, lo está contando, entonces... Entonces debe ser cuándo el terror nos arranca el alma y nos desfigura la cara.
Dos mujeres presas de la histeria endemoniada por la pérdida, se deshacen en el dolor perfilado por las respiraciones calientes y húmedas en la seca y cortante noche. La más joven cae sobre el cadáver acostado del que parece su padre, al levantar la vista al cielo lleno de estrellas invisibles, descubre un rostro delicado y hermoso, aun cubierto de trágicos gestos. La mujer, que aún conserva el vestido blanco estampado en sangre, está en el suelo de rodillas atendida por varias personas. Al contrario que su hija, no llora, no puede llorar, está estupefacta; como buscando un principio en aquella situación... se desmaya.
Continuará... |