"...Noté cómo un silbido derribó al tipo que corría a escasos dos metros de mí, lo tumbó de bruces, dando vueltas sobre sí mismo hasta acabar boca arriba en una acequia. Tuve que saltar a unos cuantos que se revolvían en el suelo, sujetándose la pena manchada de sangre, los aparté primero de mi mente y luego corrí con desenfreno sin mirar atrás. Venían rápido las ametralladoras, despertando alaridos y luego silenciándolos, no parecía tener fin su avance, como el pánico que embargaba el dantesco espectáculo. Conseguí llegar a una construcción semiderruida. En otro tiempo debió ser una casa imortante, por lo que demostraba su arquitectura barroca y sus columnas talladas en espiral, no me detuve a mirar, corría tropezandome con casi todo, quizá por eso advertí las columnas, porque cuando llegó el inconfundible sonido de la artillería enemiga, comprobé lo difícil que es escapar de un edificio que se desmorona entre polvo y cascotes, derribando las impresionantes columnas del interior sobre nuestras cabezas. Quedé inconsciente, cuando desperté estaba en este hospital donde unas monjas cuidaban de mí con recelo. No estaba seguro de si era Dios quien las decía que me cuidaran o, por el contrario, la orden venía de la capitanía general, primero curarlos para después encerrarlos y sacarles información. Pero ¿qué información puedo tener que les interese?... Con el tiempo comprobé que esa información no era lo que más les importaba, nos convertimos en el castigo ejemplar para el resto de revolucionarios, si no, ¿por qué no nos fusilaron como al resto de mis compañeros?, no creo en la piedad que puedan tener aquellos que firman sentencias de muerte en el desayuno, destinadas a apagar la vida de personas humildes a las que no se les ha dejado ningún medio alternativo a la revolución, para prosperar. Aunque siempre alegarán que el camino es otro y por eso nos torturan y humillan..." |